Cuentos que escribí <3

La niña del río

Todavía me acuerdo de la niña del río. Decía vivir tras un umbral cercano al mío, pero nunca la vi cruzar ni el de don Marcelo, siempre con su boina rayada y su pañuelo gauchesco; ni el de don Sancho, más parecido al hidalgo que al escudero; ni tampoco el de doña Candela, más cruzado por gatos que por personas. No. La niña no salía de ninguna de las casa vecinas a la que compartía con mi padre. Sin embargo cada vez que le preguntaba recitaba la misma respuesta: “vivo tras el umbral más cercano al tuyo”.

El día que la conocí coincidió con el día en el que cumplí diez años y como ya era un niño de dos cifras mi padre me permitió ir con mis amigos, todos niños de dos cifras como yo, al río. Pero el 18 de agosto de ese año hizo mucho frío y los padres de mis amigos no les permitieron acompañarme. Pero repito que yo ya era un niño de dos cifras, así que me encaminé hacia el río de todas maneras.

Cuando llegué yo ella ya estaba allí. Recuerdo que me pareció una niña muy bonita. Su cabello era del color de la arena en la playa, pero para mí el color de la arena en la playa imitaba el de su cabello, ya que en ese entonces yo no conocía la playa. Sus pies descalzos saltaban de una roca a otra, mientras que sus sandalias descansaban de su agotadora labor recostadas en la orilla soleada. Desde donde me encontraba la oía reír, y es el día de hoy que te cuento esta historia y recuerdo su risa que se me eriza la piel mientras mis labios dibujan una sonrisa contagiada por la melódica carcajada de la niña. Lleno de curiosidad me acerqué para descubrir de qué se reía, pero a su alrededor sólo estaban el simple par de sandalias, las piedras y el río.

-¿De qué te ríes, niña?- pregunté.

Ella se volteó rápidamente y me observó. Sin miedo, más bien con curiosidad. Me observaba con detenimiento, con mucho cuidado. Sé que no me creerás pero por un momento sentí como sus ojos negros y misteriosos hurgaban mi interior, evaluando mi alma. Después de unos segundos algo, no sé bien qué, la convenció de que era un apto guardián de su secreto. -Río de un chiste que me ha contado el río, niño.- respondió con una sincera sonrisa.

Me sentí extraño al ser llamado niño, después de todo yo era un niño de dos cifras, pero en su voz sonaba tan dulce que al final decidí que me gustaba.

-¿Puedes contármelo?- pregunté.

-Yo no sabría como contarlo como él. –dijo ella- Escucha atentamente, él lo repetirá.

Ella cerró los ojos y alzó su mano con la palma abierta hacia mí. El silencio era total menos por el suave murmullo de las aguas del río. De repente la niña soltó una carcajada tal que hizo que me asustara, pero que al momento se me contagió.

-¡Muy divertido, señor Río!- exclamó respetuosa- ¿sabe algún otro?

Y así pasamos toda la tarde, escuchando los chistes que el río traía en sus aguas desde muy lejanos lugares. Si debo serte sincero, y pienso que eso es importante si quiero que creas en mi historia; yo no oía ningún chiste, sólo el susurro del agua corriendo y el golpe de la corriente en las rocas. Pero no me mal entiendas, mis carcajadas no eran fingidas, la risa de la Niña del río era tan contagiosa como hipnotizante su belleza. Cuando ella cerraba los ojos yo no podía hacer otra cosa que esperar la nueva carcajada que me azotaría el rostro y el alma con la anterior todavía en los labios. Pero en esos segundos de expectante ilusión me empapaba de su imagen: de su cabello color arena, de su sonrisa sincera, de sus pestañas como lienzos y de sus pies de porcelana.

Cuando caía el sol le ofrecí acompañarla a su casa, y ella accedió agradecida.

Tomamos el camino a mi manzana sin que yo me diera cuenta. El viaje fue en silencio. Pero no uno incómodo como el de dos niños que no sabían qué decir; uno solemne de dos personas que no necesitan hablar para entenderse. Pues sí, las palabras sobraban. Por lo menos hasta que ella se detuvo frente a la entrada de mi patio. La miré extrañado.

-¿Dónde vives, niña?- le consulté.

-Vivo tras el umbral más cercano al tuyo.- dijo señalando mi misma entrada. –Ahora entra. Tu padre te está esperando, tiene una sorpresa para ti.

La volví a mirar extrañado, pero obedecí. Abrí la puerta de la verja del patio, y al darme vuelta para cerrarla la Niña del río había desaparecido. La busqué con la mirada, preocupado y extrañado, pero no vi ninguna punta de sandalia doblando la esquina, o entrando apresurada en la casa de don Marcelo, que estaba sentado en su porche fumando; ni en la de don Sancho, que salía al patio con una bolsa de plástico en la mano; ni en la de doña Candela, que volvía de la tienda cargando una bolsa de papel.

Me extrañé, pero decidí hacerle caso a la extraña y maravillosa Niña del río. Cerré la puerta de la verja y recorrí el patio hasta la entrada de la casa. Abrí la puerta, entré, me sacudí las zapatillas y me saqué la campera. Iba a gritarle a mi padre que ya me encontraba en casa cuando lo vi profundamente dormido en el sofá. Frente a él, en la mesita ratona, había un paquete prolijamente envuelto en papel de regalo. Escrito con fibra indeleble negra estaba el habitual saludo de feliz cumpleaños y mi nombre. Me dije que no pasaría nada si lo abría mientras él dormía, después de todo sí, era un niño de dos cifras, pero niño al fin. Y con eso en mente destrocé la cobertura y aprecié el libro que mi padre me había regalado.

Era el libro que él me leía todas las noches para dormir, y si hoy lo viera me atacarían las lágrimas nostálgicas de quien encuentra recuerdos enterrados en cajas de cartón.

Debo decir que la protagonista de este libro me resultaba familiar. Tal vez era cómo el autor describía sus rizos, no tan amarillos como el sol, pero igual de brillantes; tal vez la sincera alegría que brillaba en sus ojos; o su risa descrita como un halo de luz en medio de la noche más cerrada. Pero mientras pasaba el tiempo leía y releía el libro, sabiendo, muy en el fondo, que mi Niña del río vivía dentro de él.

Con la niña del río nos seguimos viendo seguido. No sólo me enseño a hablar con el río, sino que también me enseñó a escuchar a las piedras, a querer a las hormigas y a respetar a los árboles.

Recuerdo, tan bien como la primera, la última vez que nos vimos. Hacía ya diez años desde que me convertí en un niño de dos cifras, y creo que se podría decir que estaba por terminar mi etapa de niño. Estaba releyendo el libro que mi padre me había dado hacía diez años. La edición ya estaba algo maltrecha, sus páginas estaban amarillas, la tapa un poco doblada, y ya dos o tres hojas habían requerido de cinta adhesiva para seguir siendo parte del libro. Pero no me molestaba, porque ésas eran sólo las pruebas de lo que yo había vivido con ese libro. Y más precisamente con sus personajes.

Yo había crecido, y según las malas lenguas me había convertido en un joven encantador y apuesto. Mientras que la niña del río, ya era toda una mujer, excepto por un brillo de ilusión en sus ojos, y sus pies descalzos en la hierba.

Ella iba y venía, desde el sauce plantado a unos metros, hasta el río que discurría incesante desde hacía por lo menos diez años. Acompañada por el viento, hacía de mensajera entre uno y otro, que según ella mantenían un romance. Me quedaban pocas páginas ya para terminar el libro cuando ella se sentó a mi lado y me lo sacó. Puso dulcemente una hoja caída del sauce entre las páginas que estaba leyendo y lo cerró. Miró la portada, acarició la marca donde estaba doblada, y luego preguntó, sin levantar la mirada del libro, más para sí que para mí:

-¿Por qué te gusta tanto este libro, Niño?

-¿Por qué no te ha gustado a ti, Niña?

Ella levantó la mirada y me observó. Pero no como la primera vez, no me recorrió con sus ojos, sino que los dejó reposando en los míos.

-Porque para mí no tiene nada de especial.

-Para mí sí- dije sonriéndole.

Ya habíamos tenido esta conversación montones de veces: yo sostenía, y de hecho sostengo, que la niña descrita en el libro era mi dulce amiga, incluso que el río que contemplábamos en ese instante era exactamente el mismo que corría en la historia encerrada en esas páginas.

-Supongamos- dijo la Niña tras meditarlo un momento –que tienes razón y yo soy el personaje del libro y este río, su escenario. ¿Dónde estarías tú?

-Yo sólo soy el lector. No tengo importancia dentro del libro.- Expliqué divertido, no me molestaba no tener mi alter ego en la historia mientras pudiera seguir compartiéndola con mi buena amiga.

-¡No digas eso!- me regañó ella –El lector es la parte más importante de un libro. Sin un lector, un libro no tiene vida, ni sus personajes, ni sus ríos. Tú eres la parte más importante de esta historia- dijo devolviéndome el libro- y yo no puedo encontrarte dentro como tú me encuentras, porque tú estás afuera, haciéndonos vivir.

Dejé el libro sobre la hierba y la abracé con fuerza. Luego la ayudé a pasar mensajes del río al sauce y del sauce al río. Por cierto, ella tenía razón, el sauce y el río se amaban.

Volvíamos a casa tomados de la mano, en el mismo silencio que la primera vez, cuando don Sancho nos saludó:

-¿Cómo está hoy, don Sancho?- saludé.

-Muy bien, gracias. –Respondió- No te he visto desde la mañana, ¿dónde has estado?

-He pasado el día en el río con mi amiga- dije señalando a la niña

-¿En el río?

-Sí, don Sancho en el río. El río que corre en el valle.

-¡Pero por aquí no corre ningún río, hijo! ¿No te habrás golpeado la cabeza?

-No lo creo.

-¿Estás seguro, hijo?

-Seguro, don. Tanto como de que hay un río en aquella dirección. ¿No es cierto?

-¿A quién le preguntas, hijo?

La niña del río había vuelto a desaparecer.

-A la muchacha que ha venido conmigo.- dije buscándola.

-¡Pero, hijo, tú has llegado sólo!

Me disculpé con don Sancho, cuando me di cuenta de que había olvidado el libro en el río, pero cuando fui a buscarlo no estaba. No sólo eso: no había libro, ni río, ni niña. Sólo el sauce estaba allí, con aire triste, lleno de la añoranza de quien extraña a un ser amado. Me senté en sus raíces y observé cómo la luz pasaba a través de las hojas y las ramas para luego desparramarse en charquitos sobre el suelo.

-¿Dónde vives, niña?- susurré abatido.

Y una dulce voz de sonrisa sincera, de pestañas como lienzos, de cabello color arena y de pies de porcelana contestó a través del viento.

-Tras un portal dentro tuyo.

Esa noche pregunté a mi padre si por allí cerca corría algún río y me contestó que no, pero que cuando era niño jugaba con mis amigos a que en el valle corría uno.

Esa noche supe que ya no era el niño de dos cifras que había sido durante diez años.

Recuerdo que lloré toda la noche acostado en mi cama, mientras la almohada bebía mis lágrimas. Recuerdo que lloraba por haber perdido el libro. Un libro como cualquier otro, pero el más especial para mí, porque tras ese umbral habitaba un río enamorado de un sauce, y una dulce niña cuyo nombre todavía está escrito en mi corazón.

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